jueves, 8 de diciembre de 2011

Luz

Dolor de alta definición
Todo es mentira y saberlo lastima
La lucidez lleva a la muerte
Vivir sin motivo aparente
Con alivio de otro mundo,
Y fracaso en la garganta.

Convivir con saber que no hay más allá.
Ser positiva sangrando es una represión innecesaria.
No me mires, por favor.
Yo no vuelvo.
Porque no me quedan bien los lentes de sol
Sigo huyendo.

Lidiar con perder
a seguir porque si y a mayor velocidad
A ver si derrapo y me mato
En un cintroen barato

Despertar y
Perderte en ese instante.
Un segundo volves a la cama,
te esfumas a nada 
y sólo queda el querer dormir hasta pasado mañana
O no dormir nada


miércoles, 30 de noviembre de 2011

"Empaquetado y con moño. La receta para el mal de moda: déjate amar. La felicidad lista para ser comprada en cualquier quiosco. Otro perverso producto del sistema."


María necesitaba salir, despejar su mente, quitarse el tormento del cuerpo.
Decidió que ya había permanecido encerrada demasiado tiempo.
Infructuosa quietud debía ser aniquilada de un golpe seco y mortal.
Pero antes había que prepararse: quemó un poco de hash y lo deshizo suavemente sobre la palma de su mano izquierda; añadió tabaco y comenzó a mezclarlo concienzudamente. Lo envolvió todo con el papel, pasó su lengua por el filo y con un suave giro terminó de armar la pequeña anestesia para enfrentarse al "mundo real" 
Preparar una salida a ese afuera hostil requeriría de algo más que unas secas,
así que le dio al "play" a Juana y comenzó a caminar junto a ella, marcando el ritmo.

Se lanzó a la calle. Al principio estaba tensa, sintiendo como si su cara se desformara a cada paso, le costaba reconocerse en el reflejo de los coches y volvía a buscarse hasta que lento fue encontrándose los ojos, los pómulos y los labios. Cuando cogió el tranco, y ya el frío no la calaba hasta los huesos, se dejo perder en las luces de la ciudad que danzaban la melodía de la música. Todo parecía fluir: los coches avanzaban y se detenían mientras los semáforos cambiaban de color. O las señales de alto se imponían cuando alguna farola las alumbraba. La gente avanzaba decidida y ordenada. Bicicletas, personas y autos parecían convivir apaciblemente en una carencia total de sentido.
Pero al mismo tiempo, y consciente de la contradicción que implicaba, todo parecía maquinalmente planeado, estudiado y predeterminado para funcionar exactamente como lo hacía.
Se detuvo en una esquina. El semáforo estaba en rojo, podía cruzar, pero se quedo observando a un hombre que caminaba entre los coches prometiendo la salvación en el euromillon del próximo domingo. Las pistas eran casi imperceptibles, pero estaban ahí para quien quisiera verlas: cada vez había más soñadores arrojados a la nada. En el poco tiempo que llevaba en Madrid había visto aumentar el número de seres a los que se señalan como los otros. El otro lado de la delgada línea. El
paria, ahí está todo lo que no debes ser.
Apretó las piernas y miró hacia los lados: no venía nadie. A su lado una mujer no dejaba de mirar atenta el semáforo ya en verde, aguardando la órden. Cruzó y se preguntó como habían llegado a confiar más en una luz de color que en el propio sentido común. 
Pensó en que les habían arrebatado el sentido común, había sido intercambiado por una gran farsa disfrazada de lógica.
Sintió rabia. Basta. Había salido de su casa para no pensar, para abandonar la quietud y la renuncia en la que se había sumido los últimos días, aún convencida de que la renuncia a la acción era lo único auténtico que quedaba en el mundo. Con todo y con eso, se sabía fotocopia.
Sintió el aire fresco en la frente, en el pelo, y descubrió su cabeza. Le parecía que deambulaba por la ciudad sin cabeza, que la llevaba en la mano y agarrada de los pelos. Que nada de lo que había sobre su cuello le había sido propio. El susto la obligó a sentarse en un banco. Si, fotocopia de fotocopia de fotocopia. Pero no, no iba sucumbir. Esa semana María y Lucía se habían prometido dejar atrás las
charlas infructuosas y circulares en bares oscuros que olían a wisky.
Se puso a escribir; siempre volvía a lo mismo. ¿Cómo sobrevivir a la locura en la que se encontraban inmersas? Por qué no aceptar a la cuchara como sólo eso: una cuchara. Y darle un solo uso. Y no ir y venir por las hojas de Rayuela renegando que el azul sea azul porque así se hubiera convenido, tan arbitraria e incoherentemente como la cuchara.
Sentada en un banco, con la cabeza yaciendo a su lado observando el devenir de la M30 se preguntaba para que vivía, y no podía encontrar razones que respondieran a un "para qué". Pasaba ciclicamente de deshacerse en placeres a días enteros de autismo, de inconexión total. Del éxtasis al fondo del pozo.
Esos días se dejaba reposar en la casa, prometiéndose encontrar nuevos placeres que la sacaran de ese estado. Y todo comenzaba otra vez.
Pero las mentiras que María se contaba iban, lentamente, dejando de tener efecto. Cada vez notaba más y más el vacío que se alojaba en su pecho al desarmarse en la cama extasiada de placer y se ponía a liar un cigarrillo. Cada vez le molestaba más la presencia de personas yaciendo a su lado tan lejanas y ausentes. No encontraba nada más detrás de esos ojos revueltos, idos hacia atrás, apuntando al techo sin más. Ninguno develaba ser víctima del caos que a ella la invadía.

Eran más de las ocho, a esa hora los parques se llenan de hombres y mujeres que endurecen sus armaduras a base de footing y ejercicios. Se preguntaba a donde irían, para que corrían, de que huían. ¿Acaso ella misma no huía, más lentamente –claro esta- pero decidida? Lo mismo, huía. Buscaba el confort de la mentira. De la ciudad acompasada al ritmo del mp3 –elija, que hay pa todos los gustos- y la falsa funcionalidad del complejo entramado de edificios, coches y personas.
-Si el mundo ha dejado de tener sentido, yo también soy un sinsentido- se dijo en voz alta.
La invadió un sentimiento de pequeñez. Se sintió ínfima, incapaz de nada y eso le generó alivio. Alivio de muerte. Si ella no era nada ¿de qué preocuparse? Todo estaba dicho, todo estaba hecho. No había nada que pudiera aportarle a la existencia. De repente fue pluma. Echó a andar nuevamente. Dio la vuelta para mirar a sus culpas brontando atolondradas de su cabeza allá en el banco. ¿Cuánto duraría?
Encaró para la casa. Ahí atrás habían quedado, aunque sabía que eventualmente la encontrarían. Se fue silvando bajo una melodía de Pla  y se sentó en el cruce a ver los coches pasar.
-Acá nadie silva- se dijo. Y le vino Martin explicandole a Hache.
Ahí nomás estaba la estación del sur, y un ir y venir de colectivos llenos de vidas y colores que jamás conocería. Se armo un cigarrillo, lo encendió y aspiró dulcemente la bocada de humo. Barcelona-Lisboa anunciaba un cartel luminoso en el autobús que llegaba. Pensó en Buenos Aires, en lo lejos que aquello estaba de Barcelona o Lisboa. Y sin embargo evocándolo podía andar por las calles de almagro y perderse en algún bodegón.  "La verdad es tan relativa" pensó  mientras le daba otra calada al cigarro, y volvieron Dante y Martin y las puertas que se abren para ya nunca más cerrarse.
Miraba indiferente las caras pérdidas en móviles de los pasajeros. Pero uno miraba por la ventana y vió a María. Se vieron. Ella intentó creer y después no creer, pero ya era demasiado tarde. ¿Podía ser él? No, no podía. Pero, ¿si lo era? Nada es. Otra vez Dante. Apagó el cigarrillo y sin pensarlo se lanzó a la calle. No se dejaría caer nuevamente en sus propias trampas. Si era, era. Mejor perderlo que encontrarlo. Era mentira, lo sabía, pero no podía afrontar su presencia sin armadura o sin un wisky en la mano. Asi que huyó desoavorida, otra vez arrastraba su cabeza de los pelos.